Lunes, 04 de Septiembre de 2006
Manuel Abrante Luis y José Miguel Perera
Publicado en el número 121
El garaje de Juanito está lleno de fotos de sus perros de presa canarios (dogo canario, dicen las modernas legislaciones), que le han acompañado durante toda su vida. Un rinconcito, con banco de trabajo, donde hace la labor artesanal de los collares para los nombrados canes. Más allá, en una esquina del fondo, al lado de un retrato de Juanillo El Podrío, algunas piezas hechas por él, que han formado parte de sus belenes, de sus nacimientos. Don Juan, Juanito, ha hecho nacer muchas veces, y no sólo a sus hijos. Juanito también es creador.
La historia narrada más acá de la oficialidad y de la materia como especialidad normativa y usual: sin duda alguna es este uno de los principios elementales para transmitir de mejor forma el día a día del tiempo. Más, cuando se testimonia desde una personalidad concreta, que nos hace llegar temblorosamente qué le pasó, cómo le ocurrió; qué hizo o deshizo; qué dolió o cuánto celebró.
No viene a descubrir nada esto que decimos, pero tal vez recuerde a más de uno que los (supuestos) grandes acontecimientos de la historia no proceden sin la carnadura de todos los rostros particulares con nombres propios que, por diferentes causas, pasan a la pesada loza del anonimato de los siglos.
Si hay que escribir la historia, si dar cuenta de lo que ha sido vida o muerte es necesario para toda persona y todo pueblo, ¿cómo no dejar hablar a sus protagonistas directos, más que nada a aquellos que transitan por las veredas marginales del pensamiento hegemónico, es decir, la mayoría?
Este es el caso de uno de los nuestros: Juan Pérez, Juanito el del Pozo, hijo del norte grancanario, criado y vivido en Arucas.
Juanito abre sus puertas y sonríe.
Se toca a la puerta: aparece la sonrisa de Juanito. Su garaje, en la casa del barrio de Santidad, visto desde afuera, se nos aproxima tenebroso, asombrado (de sombra). Al momento, cuando somos conscientes de que su hospitalidad para con nosotros está de antemano dada, aquel habitáculo que nos llegaba oscuro empieza a tornarse todo un testimonio luminoso de su vida. El garaje de Juanito está lleno de fotos de sus perros de presa canarios (dogo canario, dicen las modernas legislaciones), que le han acompañado durante toda su vida. Un rinconcito, con banco de trabajo, donde hace la labor artesanal de los collares para los nombrados canes. Más allá, en una esquina del fondo, al lado de un retrato de Juanillo El Podrío, algunas piezas hechas por él, que han formado parte de sus belenes, de sus nacimientos. Don Juan, Juanito, ha hecho nacer muchas veces, y no sólo a sus hijos. Juanito también es creador.
El umbral de su casa, su garaje, es la certera exposición que da comienzo a la labor de su vida, el espacio primero que nos da pie a hablar de Juanito y sus hazañas, él y sus alrededores; su vida que es nuestra y de los suyos. Las labores concretas de un hombre que orgullosamente expande sus vivencias. Mucha miseria ha habido, seguro; pero tantos dones también. Juanito vuelve a sonreír.
Una vida de perros
La vida de Juanito ha estado marcada por los perros: sus manos así lo verifican. La afición se remonta a su abuelo y la cacería, con la que trató en su momento. Pero -dice- ahora la guardia está detrás de ti todo el día… y me cansé. Además, hoy estos perros son diferentes. Antes eran más feos, aunque cazaban más que los del presente. Eran perros que comían sólo gofio, y a todos se les veían las costillas; con sus rabos pequeños y pintorriaos. Los de ahora no: son preciosos para exposiciones y ya está. Están muy mezclaos, y se les echa mucha carne.
Nuestro hombre sentencia: la cacería está muy mal. Incluso los cazadores de nuestros días ya no se paran tanto pacientemente cuando salen al campo, pendientes de sus perros… Proliferan los escándalos, y hablan de fútbol… El cazador de antes era más cazador.
Juanito tuvo y tiene una gran atracción por los perros de presa canarios. Sobre este asunto tiene mucho que contar, y enfatiza más vivamente cuando, con su palabra, nos hace llegar todo lo relacionado con este su gran vicio.
Ha tenido grandes (en todos los sentidos) perros durante su vida. Conocidos son los nombres, en el ámbito canino, de El Parri o El Buque, dos de los hermosos presas que por su trato han pasado. Y, a propósito de estos, vuelve al tema de la alimentación. Antes no llegaban a 60 kilos. No comían ni pienso ni carne. Comían afrecho, rollón y gofio (algo, porque no había ni pa nosotros).
En los años 30-40 los que tenían perros de presa eran algunos pastores, algunos marchantes… Nadie más. Había hambre, y un perro de estos no se podía mantener así como así. Con estas comidas, la mayoría de los perros estaban siempre de cagalera. Por lo demás, la gente común sólo podía tener ratoneros. Es que antes, señores, no sobraba nada. Por eso los marchantes mataban cabras y no las vendían ya que vivían con eso durante un tiempo. ¿Quién podía mantener a estos animales? ¡Si yo vine a ver la mantequilla cuando salí del cuartel!
Peleas de perros.
Algo usual y cotidiano en aquellos momentos eran las peleas de perros. Y sobre esto Juanito tiene muchas anécdotas y asuntos que ofrecer.
Estas peleas las empezó a ver desde jovencito, allá cuando corrían sus primeros años de adolescencia. Por ejemplo, tiene un claro recuerdo de aquellas que se hacían en el campo de fútbol de Cardones. En ellas se producían riñas reiteradamente entre los dueños de los perros, con lo que era muy común que hubiera determinados actos picarescos entre ellos. Como aquel, cuando alguien llenó de pimienta el cuello de su perro para que el contrincante no aguantara; o aquella en la que le echaron al macho una perra la noche anterior al duelo, a escondidas del dueño, para que al siguiente día estuviera derrotado físicamente: suceso significativo de lo que era este mundo.
La historia es la siguiente: El Manchao, perro de Manolo Patillas, peleaba con El Cambao, que era del padre de Juanito. Una conversación en la barbería del pueblo fue el inicio del pique. El Patillas jugaba a la baraja hasta la madrugada y este fue el momento para llevar a la perra con El Manchao. A esto se suma que El Cambao fue entrenado diariamente: lo ponían a nadar en un estanque del barrio. Así, un domingo, el día siguiente, a las nueve de la mañana, en una trilla del Barranco de Cardones (también había peleas al lado del cementerio de Bañaderos), empezó la contienda. La apuesta era la siguiente: quien perdiera debía tirar su perro en un pozo cercano al lugar del combate.
Empezó la disputa y el perro de Patillas estaba retenío, batío… Hasta que se paró (claro, estaba cansado de la noche… Juanito sonríe). El Patillas estaba picado pues su perro había perdido. Y, como habían hablado, su animal fue tirado al pozo.
Estas y otras cosas por el estilo las vivió, como comentábamos, don Juan desde muy joven. El caso que hemos descrito anteriormente expone el orgullo que cada dueño sentía por su perro. Fíjense que, al parecer, el dueño perdedor nunca volvió a dirigirle la palabra… En tantos momentos, las peleas de perros venían a ser también peleas de dueños.
Hace tiempo que nuestro personaje no quiere saber de estas riñas. Sé que hay algunas todavía. De hecho, tengo fama de perrero y sé que en su momento más de una vez la guardia me estuvo vigilando. Por ejemplo, una vez me siguieron hasta Montaña Blanca, donde iba a entrenar al perro. Pero hoy eso no se puede hacer, porque te mandan a la cárcel.
Juanito sigue comentando: no todos los perros de presa pelean. Todo depende de cómo se críen. Algarrobo, uno que salió en un programa que me hicieron en Senderos Isleños, era muy bruto; pero un hermano que estaba en el garaje, y al que todo el mundo acariciaba, no era así. Sin embargo, el otro se comía a cualquiera. Es como los chiquillos: si te ven a ti que eres un gamberro, gamberro será el chiquillo.
Y es por ello que hay unos que pelean y otros que no. El Parri, un perro muy conocido de Juanito, fue un campeón: ¡tremendo perro era aquel! Hace poco que se murió de un golpe que se dio en la cabeza. No era fino, ni tenía el típico cabezón. Pero tenía una llave (largura del hocico) que era enorme: se metía medio cuerpo en el hocico. Era como el Pollito de La Frontera en la lucha canaria. En cualquier caso, lo importante del perro en una pelea no es su peso sino más bien el tamaño.
En este mundo existen de igual forma los perros pateros, que son los que tienen miedo. Estos son perros que si les están dando leña atacan a las patas. Por eso el presa siempre esconde las patas de alante, pues le duelen mucho. Juanito hace un símil muy gráfico: son como los boxeadores, con los brazos delante de la cara. Al animal había que enseñarlo a pelear. Una vez en marcha la disputa, cuando el perro canta es que ha perdido la pelea.
A nuestro hombre lo conocen en muchos sitios. Es sabido que en Arucas más de un entendido en veterinaria ha recurrido a él en muchas ocasiones. Son muchos años tratando a estos animales, y mucha la sabiduría adquirida. Desde el extranjero han venido aquí, a mi casa, a buscar perros. Desde Holanda, por ejemplo, uno que quería un presa para trincar a los animales que los otros perros de allá atrapaban.
Juanito, socarronamente, concluye: cuando hablamos de perros, no sé todo lo que digo; pero cuando hablamos de los míos, no digo todo lo que sé.
Corte de orejas.
Estos cortes son estéticos, para que el animal resulte más bonito. Y, por supuesto, las técnicas han cambiado porque antes cortabas y salía un chorro de sangre que daba gusto. Mi padre, por ejemplo, las cortaba en un tronco de eucalipto con un machete, después de amarrar el hocico. Luego se le ponía ceniza. Ahora no: hay pastillas para dormirlo, se cose y ya está. Incluso con un aparato que no le saca casi ni sangre.
El corte se hace en función del tamaño de la cabeza. Se hace desde el zarcillito (donde se pegan las garrapatas en la oreja) hasta el pliegue. Si, por ejemplo, el perro tiene una cabeza fina no deben dejarse pequeñas porque si no parece un hurón.
Labor artesanal: los collares de perros.
La función de los collares de perros es que estos luzcan: para pasearlos, para exposiciones… Estos collares no sirven para agarrar al perro si se amarra, porque si no se estropean.
Juanito conserva alguno hecho por su padre en el año 36. Él los ha seguido haciendo, con cuero y tachas de acero inoxidable. Con calibrador y compás, marca y corta el cuero cuidadosamente. Luego cose. Las tachas son de tapicero, que le vendían antes en Las Palmas. Ahora utiliza unas que se trajo de una ferretería de La Laguna.
Se les suelen poner las iniciales del dueño y su nombre. No el del perro pues en el momento en que este muera puede ser utilizado para otro. Los cueros son negros, amarillos o canelos, según el color del animal (sobre los nombres de estos colores se podría hablar mucho también). Es un trabajo medidito. Lo demás, ya depende del gusto del dueño.
Juanito es y ha hecho tradición.
Como vemos, los perros han sido compañeros fieles de nuestro personaje. A veces, escuchándolo, acaso cabría decir también que Juanito ha sido el amigo más fiel de sus perros.
En realidad, él ha admirado a los animales en general. Una vez -comenta- llegó a tener toda clase de bichos, traídos desde muchos lugares: urogallos, kíkeres de pluma, cabras montesas (cuando nadie las tenía), etc.
Esta afición tomó la tradición que mamó y ha creado tradición: sus hijos son amantes de los animales. Uno, en El Hierro; otra, que ahora cuida de los perros y que ha llegado a ser juez de exposiciones, como hace unos meses en Firgas, donde se hizo un homenaje merecido al hombre de los perros de Arucas, al señor de los perros de presa canarios: Juanito el del Pozo.
Más que alongado a un pozo
El agua: asunto importantísimo donde los haya en nuestra coordenada histórica canaria. Juanito ha formado parte también de esas personas que han trabajado en pozos desde siempre. De ahí su sobrenombre: el del Pozo.
Hicimos una visita con él a uno de estos pozos, que conoce como si fuera su casa: situado en el Barranco de Arucas, en la inmediaciones de la salida del casco hacia Teror. Arucas: zona de pozos, más en ese trayecto periférico del pueblo que va barranco arriba, por los Callejones y la Cuesta de La Arena (Los Barriales), hasta los límites del municipio de Firgas.
En su recorrido nos va comunicando algunas cuestiones sobre los motores. Estos, en el pasado, funcionaban con gas, una chispa encendedora y una botella con aire. El carbón se depositaba en la caldera y, al llegar la chispa, esta hacía explotar. Después llegarían los de gasoil, más modernos, con una mecha, abriéndole el agua para que ya el motor trabaje con ella. Ahora, con el automático, trabajan toda la noche. Eran aparatos traídos, la mayoría, del extranjero y todos, en cualquier lugar de nuestro contexto, funcionan de manera similar.
Alongados en el agujero profundo del pozo, con una escalinata de hierro que llega hasta el fondo, don Juan nos dice: todo eso por ahí abajo lo he andao yo. Este que visitamos es pequeño: cuarenta y pico metros. Pero yo bajaba a los otros, de 150 metros más o menos. Debajo, allá donde la luz se enmudece, en el subsuelo de Arucas, se esconden dos mil y pico metros de galerías.
Salen palabras como güinchista, que espera arriba mientras otro baja; carbonera; o elementos como una especie de campana para comunicarse: se trata de una correa que lleva el que baja, conectada con el exterior. Yo voy bajando y cuando quiero que pare, doy un toque; si quiero que siga, dos toques; para poner la bomba en marcha, se da un repique. Todo un código comunicativo que velaba por la seguridad del que se introducía valientemente en las profundidades temidas. Era el teléfono del pozo.
Constantemente se temía al gas, que en tiempos de chubascos es más abundante. Estás trabajando abajo y notas el aire fresco. Entonces era el instante oportuno para poner el ventilador.
Surgen por nuestro periplo con el experto inmensas llaves de paso antiguas, y bombas para sacar agua. Se abría la llave de paso para obtener la gota de agua que hacía que el carbón echara más humo en dirección al motor. Llaves antiquísimas, inutilizadas, rumbrientas; brocas pasadas, un vetusto taladro manual…
Por allá, en la esquina del frente, en la parte trasera, está la fragua. Es una fragua de fuelle, no de molinillo. Se ponía un algodón ardiendo, dándole a una manivela (el fuelle) para que saliera el aire. Al darle este aire, el fuego se enciende. Pero ya no se trabaja con fragua. Bueno, ya no hay ni herreros. Yo trabajaba con la fragua, por eso tengo los ojos quemaos. La sonrisa de Juanito, sin duda, está tocada por esos ojos vidriosos de la fragua: sus manos y sus ojos llenos de historia.
Durante un tiempo, había alguna persona que se colaba y dormía aquí. Pero esta no sabía que existía un perro, El Buque, y casi lo mata una vez. El hombre, según nos explica, huía de la policía y no sé si fue peor que se metiera aquí…
Abrimos un cuarto que parece no airearse desde los tiempos en que don Juan trabajaba allí. Como si nada se hubiera movido. El olor a humedad delata. Cada herramienta en su lugar; herramientas buenas, dice Juanito, pero que ya no se utilizan. Son piezas de museo (¿se hará algo un día en este pozo? Bien podría actuar ya el ayuntamiento en este sentido…). Sierras, junto a unas brocas que se presentan en una caja que tiene siglos. Incluso documentos oficiales del pozo, el mapa de las galerías… Y ese olor en todo momento a pozo, al pozo de la infancia, al pozo de siempre…
El arte de los belenes
Juanito también es artesano de belenes. Junto con la fabricación de collares, esta ha sido su faceta artística. Lleva 44 años haciendo belenes en su casa de Santidad, La Santidad (como algunos mayores dicen), concretamente en el marco de su garaje. Para ello acoge todo tipo de objetos y hace brotar artilugios curiosísimos, impensables en principio para un nacimiento. Él hace un reciclaje explotando determinados útiles que adquieren funciones insospechadas, como hace, por ejemplo, con los motores de microondas o con los relojes.
Sentado al pie de algunas de sus piezas, nos habla de ellos. Como de la iglesia vieja de Santidad, que es una monada en miniatura: con su altar, sus bancos…
El gusto por los belenes empezó después de viejo -sonríe pícaramente mientras afirma esto-. Al casarse, hizo uno en su casa. Sólo estaban presentes los Reyes y el Nacimiento. Pero poco a poco yo fui haciendo más y más: la iglesia, el molino (con el motor del microondas, que se mueve en las dos direcciones), variados personajes populares (Lolita Pluma y todo tipo de oficios tradicionales), incluso la maquinaria de un pozo (¡no voy a saber yo de pozos!).
Así, yo voy pensando, y si veo por ahí, por ejemplo, una piedra que me gusta, la traigo y la trabajo para el belén. Al principio sólo venía mi familia, pero ahora viene gente de muchos sitios a verlo. El año pasado vinieron 247 personas, que firmaron en el libro de visitas. Han venido hasta giras de Tenerife. Incluso me han sacado por la televisión.
En sus belenes aparece el día y la noche, al igual que las cosas cotidianas reflejadas: un herrero, los perros de presa, estanques con ranas vivas (les amarraba una pata), cigarrones… Fíjate tú: hasta una rata he tenido en el nacimiento: ¿no dicen que a San José le comieron los calzones unas ratas? ¡Eso sí que fue tremendo!
Una vez puso un perro matando una cabra… En el periódico llegaron a decir que era un belén macabro… Y yo digo: ¿Pero esto no pasa en la realidad?
Las piedras volcánicas siempre han estado presentes, utilizadas para hacer cuevas, trabajando la piedra una vez recogida en el exterior. Techos de tejas, piedras de cantería de Arucas, bailes, romeros, orquestas, bailarines que se mueven, trillas, vacas, pastores nuestros, panadero con horno, raspaderas, motor echando humo… e infinidad de materiales variopintos.
Lo primero que preparo es el agua. La humedad fastidia todo: y si el sistema del agua no funciona bien todo se estropea. Los barrancos los hace con cemento, con sinuosas curvas y vegetación propia de estos lugares.
En un belén lo que hay que tener es imaginación. Al igual que es importante la gente que viene a visitarlo: siempre te dan ideas nuevas. De esta manera, cada año va introduciendo elementos diferentes; siempre hay alguna novedad. El marco, como toda la vida, es su casa, aunque a veces ayuda a otros. Incluso un año preparó el que se hizo en el Hospital Negrín.
Hay que tener en cuenta que el concepto de belenista es amplio. Hay otros belenistas que utilizan figuras italianas, más en la península. Los de Juanito no tienen que ver con esos: son belenes de casa, que suelen ser más pequeños. A veces estos belenistas dan cursos para que la gente aprenda a crear figuras o los variados elementos que los componen.
Estas creaciones se empiezan a hacer con mucho tiempo de antelación. Para el día de Santa Lucía, el 13 de diciembre, es convención el hecho de que ya el belén tiene que tener algo realizado. Dos meses antes de Navidad, en octubre, por San Francisco (patrón de los belenistas), los creadores de portales se suelen reunir.
De más está decir, como leemos, que construir un belén lleva mucho tiempo. Hay que tener mucha paciencia. Yo pongo la radio y sin escucharla trabajo tranquilamente. Cuando termino el belén tengo que ir al médico porque se me sube la tensión, la azúcar se me pone pallá arriba. Al comenzar, cual niño pequeño, se hace con ilusión; pero ya en la mitad a veces entran ganas de dejarlo. Me dan las dos o las tres de la mañana. Y a veces llega “la amiga” (su hija Carmen) y me dice: “¡Así no me gusta!”. Me dan ganas de cogerlo todo y tirarlo pal coño… ¡Pero ella tiene gusto, eh!
Sí. El mismo gusto heredado de su padre. El gusto estético de sus perros y belenes, unido al trabajo arriesgado y sediento de los pozos, juntado todo a épocas de sequía, a momentos bajos en la vida. Pero don Juan, Juanito el del Pozo, este personaje de Arucas para no olvidar, sigue sonriendo. Y eso, sin lugar a dudas, sigue siendo lo importante.
Este texto no pudo ser posible sin la colaboración de Juan Jesús Ruiz y del joven Saulo Abrante, a los que agradecemos enormemente la labor realizada.